VISIÓN DE ANÁHUAC
III
La flor, madre de la sonrisa
EL NIGROMANTE
Si en todas las manifestaciones de la vida indígena la naturaleza desempeñó función tan importante como
la que revelan los relatos del conquistador; si las flores de los jardines eran el adorno de los dioses y de los hombres, al par que
motivo sutilizado de las artes plásticas y jeroglíficas, tampoco podían faltar en la poesía.
La era histórica en que llegan los conquistadores a México procedía precisamente de la lluvia de flores que
cayó sobre las cabezas de los hombres al finalizar el cuarto sol cosmogónico. La tierra se vengaba de sus escaseces anteriores, y
los hombres agitaban las banderas de júbilo. En los dibujos del Códice Vaticano, se la representa por una figura triangular
adornada con torzales de plantas; la diosa de los amores lícitos, colgada de un festón vegetal, baja hacia la
tierra, mientras las semillas revientan en lo alto, dejando caer hojas y flores.
La materia principal para estudiar la representación artística de la planta en América se encuentra en los
monumentos de la cultura que floreció por el valle de México inmediatamente antes de la conquista. La escritura
jeroglífica ofrece el material más variado y más abundante: Flor era uno de los veinte signos de los días; la
flor es también signo de lo noble y lo precioso; y, asimismo, representa los perfumes y las bebidas. También surge de la
sangre del sacrificio, y corona el signo jeroglífico de la oratoria. Las guirnaldas, el árbol, el maguey y el maíz
alternan en los jeroglifos de lugares. La flor se pinta de un modo esquemático, reducida a estricta simetría, ya vista por
el perfil o ya por la boca de la corola. Igualmente, para la representación del árbol se usa de un esquema definido:
ya es un tronco que se abre en tres ramas iguales rematando en haces de hojas, o ya son dos troncos divergentes que se ramifican de un modo simétrico.
En las esculturas de piedra y barro hay flores aisladas —sin hojas— y árboles frutales radiantes, unas veces como atributos de la
divinidad, otras como adornos de la persona o decoración exterior del utensilio.
En la cerámica de Cholula, el fondo de las ollas ostenta una estrella floral, y por las paredes internas y externas del vaso corren
cálices entrelazados. Las tazas de las hilanderas tienen flores negras sobre fondo amarillo, y, en ocasiones, la flor aparece meramente
evocada por unas fugitivas líneas.
Busquemos también en la poesía indígena la flor, la naturaleza y el paisaje del valle.
Hay que lamentar como irremediable la pérdida de la poesía indígena mexicana. Podrá la
erudición descubrir aislados ejemplares de ella o probar la relativa fidelidad con que algunos otros fueron romanceados por los
misioneros españoles; pero nada de eso, por muy importante que sea, compensará nunca la pérdida de la poesía
indígena como fenómeno general y social. Lo que de ella sabemosse reduce a angostas conjeturas, y a tal o cual ingenuo relato
conservado por religiosos que acaso no entendieron siempre los ritos poéticos que describían; así como se reduce lo que
de ella imaginamos a la fabulosa juventud de Netzahualcóyotl, el príncipe desposeído que vivió algún tiempo
bajo los árboles, nutriéndose con sus frutos y componiendo canciones para solazar su destierro.
De lo que pudo haber sido el reflejo de la naturaleza en aquella poesía quedan, sin embargo, algunos curiosos testimonios; los
cuales, a despecho de probables adulteraciones, parecen basarse sobre elementos primitivos legítimos e inconfundibles. Trátase
de viejos poemas escritos en lengua náhoa, de los que cantaban los indios en sus festividades, y a los que se refiere Cabrera y
Quintero en su Escudo de Armas de México (1746). Aprendidos de memoria, ellos transmitían de generación en
generación las más minuciosas leyendas epónimas, y también las reglas de la costumbre. Quien los tuvo a la mano,
los pasó en silencio, tomándolos por composiciones hechas para honrar a los demonios. El texto actual de los únicos que
poseemos no podría ser una traslación exacta del primitivo, puesto que la Iglesia hubo de castigarlos, aunque
toleró, por inevitable, la costumbre gentil de recitarlos en banquetes y bailes. En 1555, el Concilio Provincial ordenaba someterlos
a la revisión del ministro evangélico, y tres años después se renovaba a los indios la prohibición de
cantarlos sin permiso de sus párrocos yvicanos. De los únicós hasta hoy conocidos —pues de los que Fray
Bernardino de Sahagún parece haber publicado sólo la mención se conserva— no se sabe el autor ni la procedencia, ni
el tiempo en que fueron escritos; aunque se presume que se trata de genuinas obras mexicanas, y no, como alguien creyó, de mera
falsificación de los padres catequistas. Convienen los arqueólogos en que fueron recopilados por un fraile para
ofrecerlos a su superior; y, compuestos antes de la conquista, se les redactó por escrito poco después que la vieja lengua fue
reducida al alfabeto español. Tan alterados e indirectos como nos llegan, ofrecen estos cantares un matiz de sensibilidad lujuriosa
que no es, en verdad, pro. pio de los misioneros españoles —gente apostólica y sencilla, de más piedad que
imaginación. En terreno tan incierto, debemos, sin embargo, prevenimos contra las sorpresas del tiempo. Ojalá en la inefable
semejanza de estos cantares con algún pasaje de Salomón no haya más que una coincidencia. Ya nos tiene muy sobre aviso
aquella colección de Aztecas en que Pesado parafrasea poemas indígenas, y donde la crítica ha podido descubrir
¡la influencia de Horacio en Netzahualcóyotl!1
En los viejos cantares náhoas, las metáforas conservan cierta audacia, cierta aparente incongruencia; acusan una
ideación no europea. Brinton —que los tradujo al inglés y publicó en Philadelphia, 1887— cree descubrir cierto sentido
alegórico en uno de ellos: el poeta se pregunta dónde hay que buscar la inspiración, y se rçsponde, como
Wordsworth, que en el grande escenario de la naturaleza. El mundo mismo le aparece como un sensitivo jardín. Llámase el cantar
Ninoyolnonotza: meditación concentrada, melancólica delectación, fantaseo largo y voluptuoso, donde los sabores del
sentido se van trasmutando en aspiración ideal:
NINOYOLNONOTZA 2
1.—Me reconcentro a meditar profundamente dónde poder recoger algunas bellas y fragantes flores. ¿A quién preguntar?
Imaginaos que interrogo al brillante pájaro zumbador, trémula esmeralda; imaginaos que interrogo a la amarilla
mariposa: ellos me dirán que saben dónde se producen las bellas y fragantes flores, si quiero recogerlas aquí en los
bosques de laurel, donde habita el Tzinitzcán, o si quiero tomarlas en la verde selva donde mora el Tlauquechol. Allí se
las puede cortar brillantes de rocío; allí llegan a su desarrollo perfecto. Tal vez podré verlas, si es que han
aparecido ya; ponerlas en mis haldas, y saludar con ellas a los niños y alegrar a los nobles.
2.—Al pasear, oigo como si verdaderamente las rocas respondieran a los dulces cantos de las flores; responden las aguas lucientes y
murmuradoras; la fuente azulada canta, se estrella, y vuelve a cantar; el Cenzontle contesta; el Coyoltótotl suele acompañarle,
y muchos pájaros canoros esparcen en derredor sus gorjeos como una música. Ellos bendicen a la tierra, haciendo escuchar sus dulces voces.
3.—Dije, exclamé: ojalá no os cause pena a vosotros, amados míos que os habéis parado a escuchar; ojalá
que los brillantes pájaros zumbadores acudan pronto. —¿Aquién buscaremos, noble poeta?— Pregunto y digo:
¿en dónde están las bellas y fragantes flores con las cuales pueda alegraros, mis nobles compañeros? Pronto me
dirán ellas cantando: —Aquí, oh, cantor, te haremos ver aquello con que verdaderamente alegrarás a los nobles, tus compañeros.
4.—Condujéronme entonces al fértil sitio de un valle, sitio floreciente donde el rocío se difunde con brillante
esplendor, donde vi dulces y perfumadas flores cubiertas de rocío, esparcidas en derredor a manera de arcoiris. Y me
dijeron: —Arranca las flores que desees, oh cantor —ojalá te alegres—, y dalas a tus amigos, que puedan regocijarse en la tierra.
5.—Y luego recogí en mis haldas delicadas y deliciosas flores, y dije: —¡Si algunos de nuestro pueblo entrasen aquí!
¡Si muchos de los nuestros estuviesen aquí! Y creí que podía salir a anunciar a nuestros amigos que todos nosotros
nos regocijaríamos con las variadas y olorosas flores, y escogeríamos los diversos y suaves cantos con los cuales
alegraríamos a nuestros amigos, aquí en la tierra, y a los nobles en su grandeza y dignidad.
6.—Luego yo, el cantor, recogí todas las flores para ponerlas sobre los nobles, para con ellas cubrirlos y colocarlas en sus manos; y
me apresuré a levantar mi voz en un canto digno, que glorificase a los nobles ante la faz de Tloq’ue-in-Nahuaque, en donde no hay
servidumbre3.
...El dolor llena mi alma al recordar en dónde yo, el cantor, vi el sitio florido...
De manera que el poeta, en pos del secreto natural, llega hasta el lecho mismo del valle. Estoy en un lecho de rosas, parece decirnos, y
envuelvo mi alma en el arcoiris de las flores. Ellas cantan en torno suyo, y, verdaderamente, las rocas responden a los cantos de las
corolas. Quisiera ahogarse de placer, pero no hay placer no compartido, y así, sale por el campo llamando a los de su pueblo, a sus
amigos nobles y a todos los niños que pasan. Al hacerlo, llora de alegría. (La antigua raza era lacrimosa y solemne.) De manera
que la flor es causa de lágrimas y de regocijos.
La parte final decae sensiblemente, y es quizá aquella en que el misionero español puso más la mano.
Podemos imaginar que, en una rudimental acción dramática, el cantor distribuía flores entre los comensales, a medida que
la letra lo iba dictando. Sería una pequeña escenificación simbólica como esas de que aún dan
ejemplo las celebraciones de la Iglesia. Anúncianlas ya los ritos dionisíacos, los ritos de la naturaleza y del vegetal, y
perduran todavía en el sacrificio de la misa.
La peregrinación del poeta en busca de flores, y aquel interrogar al pájaro y a la mariposa, evocan en el lector la
figura de Sulamita en pos del amado. La imagen de las flores es frecuente como una obsesión. Hay otro cantar que nos dice:
“Tomamos, desenredamos las joyas. Las flores azules son tejidas sobre las amarillas, que podemos darlas a los niños. —Que mi alma se
envuelva en varias flores, que se embriague con ellas, porque pronto debo ausentarme”. La flor aparece al poeta como representación
de los bienes terrestres. Pero todos ellos nada valen ante las glorias de la divinidad: “Aun cuando sean joyas y preciosos ungüentos de
discursos, ninguno puede hablar aquí dignamente del dispensador de la vida”. —En otro poema relativo al ciclo de Quetzalcóatl
(el ciclo más importante de aquella confusa mitología, símbolo de civilizador y profeta, a la vez que mito solar
más o menos vagamente explicado), en toques descriptivos de admirable concentración surge a nuestros ojos “la casa de los
rayos de luz, la casa de culebras emplumadas, la casa de turquesas”. De aquella casa, que en las palabras del poeta brilla como un abigarrado
mosaico, han salido los nobles, quienes “se fueron llorando por el agua” —frase en que palpita la evocación de la ciudad de los
lagos. El poema es como una elegía a la desaparición del héroe. Se trata de un rito lacrimoso, como el de
Perséfone, Adonis, Tamuz o alguno otro popularizado en Europa. Sólo que, a diferencia de lo que sucede en las costas del
Mediterráneo, aquí el héroe tarda en resucitar, tal vez nunca resucitará. De otro modo, hubiera triunfado sobre
el dios sanguinario y zurdo de los sacrificios humanos, e impidiendo la dominación del bárbaro azteca, habría transformado
la historia mexicana. El quetzal, el pájaro iris que anuncia el retorno de este nuevo Arturo, ha emigrado, ahora, hacia las regiones
ístmicas del Continente, intimando acaso nuevos destinos. “Lloré con la humillación de las montañas; me
entristecí con la exaltación de las arenas, que mi señor se había ido”. El héroe se muestra como un
guerrero: “En nuestras batallas, estaba mi señor adornado con plumas”. Y, a pocas líneas, estas palabras de desconcertante
“sintetismo”: “Después que se hubo embriagado, el caudillo lloró; nosotros nos glorificamos de estar en su
habitación”. (“Metióme el rey en su cámara: gozarnos hemos y alegrarnos hemos en ti”. Cant. de Cant.) El poeta
tiene muy airosas sugestiones: “Yo vengo de Nonohualco —dice— como si trajera pájaros al lugar de los nobles”. Y también lo
acosa la obsesión de la flor: “Yo soy miserable, miserable como la última flor”
Alfonso Reyes
1 Sobre estos extremos, prefiero hoy remitirme a la introducción
de mi libro Letras de la Nueva España, 1948, y a la
erudición postérior
2 Arreglo castellano de J. M. Vigil, sobre la versión
inglesa de Brinton.
3 Tioque-in-Nahuaque: cabe quien está el ser de todas las cosas,
conservándolas y sustentándolas.—MOLINA