SÍNTOMAS ALARMANTES
Anoto síntomas
alarmantes
en mi comportamiento personal.
Cada día despierto siete veces
y setecientas veinte veces más.
Voy por la calle —insisto— dando abrazos
a entidades corpóreas: leves sombras
despavoridas.
A usted, señor, yo le conozco, digo,
de otra galaxia.
El pobre se me espanta.
Usted y yo, señora, somos seres
pertrechados de alas.
Hemos llegado aquí desde mañana.
Ella infaliblemente se desmaya.
Trato con terroristas y con magos:
en el fondo son niños
desorientados, crueles, casi santos,
curiosos de la muerte,
ávidos del calor de sus entrañas.
Ser niño es regresar al caos. Amarle.
Meter las manos en su masa oscura.
Recordarle en formas imprevistas
a trallazos de épica y de magia.
Por todos estos síntomas
estoy fichando como peligroso
para la sociedad:
liberto, libertario, libertino,
demente imprevisible,
inadaptado radical.
Pensando en ello ha edificado el mundo
melancólicas cárceles
y deslumbrantes clínicas psiquiátricas.
No saben, tristes,
que ver lo real en su irrealidad
es verlo acaso en su perennidad
y por tanto muchísimo más real.
Pero soy su rehén. Me vencen siempre.
Tienen su inquisición. Su democracia.
Su ciencia inatacable. Sus leyes sanitarias.
Ya conocéis mis síntomas. Prendedme.
Pero antes escuchad:
ese río de oro que quisierais robarme
revertirá a la nada con mi postrer aliento.
Era tan sólo barro traspasado
por un fulgor de mágica mentira.
Salustiano Masó