SEGURO DE LA EXTRAÑEZA
SOPHIA DE MELLO
Porque os outros calculam mas tu nao
De nuevo esta historia cuenta la voz
de los alquitranes
y el frío principal de los vestíbulos
pero no debes, tú, reconocerlo;
un orden provocado de jardines que dejan
lujo y devastación en la mirada
y la intranquilidad de las mecedoras sin otro pulso
en la madera que su neutralidad
pero tú no saldrás ahora a su paso.
Eso es todo:
como cuando la lluvia da en la arena
un respeto oscuro,
llegará un apagón invertebrado
a dejar luz inversa y aire ácido
igual que se presenta una visita nunca apalabrada
y trae carbón concreto y queso
desolado entre las manos
y tú alzarás otra vez
la canción del desapego
contra los apacibles
pero ya estarás lejos.
Hubo aquel otro tiempo y otras dedicaciones: las manos
locas en la nieve, en su serenidad
llena de fuego.
Ahora te toca
dejar marchar a lo que no se aplaca,
abre la puerta a los áridos
y quédate, al fin, solo,
sentado y sin seguro
y con la menudencia de un poco de luz
en las rodillas.
En la templanza que no dan las protecciones.
Esta ciudad,
llena de perros neutros y de árboles
contrarios y de estanques
con las aguas agrias y organizadas
por la lengua civil de los decretos,
guarda en sus censos nombres
de pájaros que estallan
entre empujones de alas
contra estatuas inflamadas por la moderación.
Que no es la mía.
Caen anillos
del cielo hasta esta calle
donde ramos de niebla descargan gases ávidos
y llegan a tocar con sus pezuñas blancas
los cristales parados en el atardecer
de las últimas instalaciones encendidas.
Anda por esta calle el documento seguro
de unos pasos que alguien mueve
hacia la duración y los encaminamientos.
Que no son los míos.
Se ve la brusquedad en los labios
mojados de esta fachada.
Y una casa entre rentas de cenizas rozadas
por el ímpetu azul de la desgana.
Allí hay tijeretazos que ruedan
en cuartos donde se oye todavía el oleaje
de las murmuraciones. Manan de la memoria
estampas y hongos sobre nombres y álbumes
que obligan a lavarse a un invitado.
Que no soy yo.
No llaman al alivio por su nombre
los sueños que caen
en una cama conforme y movediza
a la vez, donde estalló el cristal del abandono.
Ésta que quiero ahora, ésta
que toco a tientas y escarbando
para encontrar las raspas finales de otro cuerpo
que detuvo la luz sobre las uñas
y propuso en la piel la huida hacia un pronombre.
Que no es conmigo.
Entra una muchedumbre y sus pinzas
finales en este corazón. Y todo cabe
en una única página
que sólo aprende quien tacha
en la memoria las trampas de los nombres
pero salva la música
de lo insólito, el compás de la extrañeza que cada ser
escucha hasta que le unta
el lento lengüetazo de una Norma.
Que aquí no nombraré.
(capaz)
Reúne el valor exacto para empezar el día.
Con los primeros timbres, empiezan a quemarse
las fórmulas del sueño; y tú inicias las duras
cuestas de la mañana, brillantes y molestas
como miel del verano rezagada en los hombros.
A tu lado los nombres, las cifras caen a plomo.
Y el ruido de las calles: qué cruel mercadería
que hoy no entiendes.
Tú sigues con la dulce tormenta
de otro nombre en los labios.
Y empiezas a bajar
al fondo de la tarde, allá donde te aguardan
las paredes con sol de algunas calles últimas
que te dejan sin sueño si las miras de frente
Al fin, rendido y simple, sabrás acomodarte
a las terminaciones: la noche y sus ofertas.
Y cuando te abandonen los sables del pudor
creerás que has sido, al menos, capaz de merecer
la rosa negativa que el día deja a la puerta
de los que no se rinden y saben que hay alivio
en recorrer a solas los palacios helados
del pensamiento, donde ya no hay convocatorias,
ni afán, ni compañía: sólo una longitud
de visitas terribles salta por la ventana
a reponer el mundo ahí, en los almacenes
fríos de lo habitual, donde alguien ha encendido
—capaz y sin permiso— la luz de la extrañeza.
Como entregue los ojos a la noche,
qué jardín violento
de cuerpos y de sombras llamados a lo oscuro.
Y luego
qué de signos
que encienden la ciudad bañándola
en la leche
cortada del desorden.
Todo vale. Se entrechocan las manos
como fríos documentos
y sale entre las grasas blancas del olvido
otra disposición.
Cae
de los dados
el oleaje luminoso de la casualidad
y hay tigres muertos en las avenidas...
Ciudad, ciudad de noche,
recógeme en el aire feliz de tus escobas!
Y déjame en las manos
la herida atolondrada de lo que no conoce la quietud
en los nombres
ni el vinagre cautivo en los horarios
ni las mangueras horribles de la memoria,
que sueltan brea y fijeza
sobre los criaderos de la tranquilidad.
Las dulces estructuras de la casualidad
bajan a molestar el orden
de los catálogos,
la costumbre y sus mieles
dolorosas, la íntima quemadura de la exactitud
en las palabras...
Qué sé yo qué debiera responder
a su llamada, a sus costosos tonos que hablan
de libertad, no de fijezas.
¡Y cuándo cegaremos
para ver todo claro!
Contra espejos, contra números
sigue pendiente una revolución que empiece
en la niñez de la mirada y ponga a arder
de nuevo el alma en retirada de las cosas.
Entrad, entrad —y yo—
en el revés de los cálculos,
donde un jarabe frío sueña un jardín
de músicas confusas y extrañas
cantidades de hielo decimal.
¡Y que se rompan los ciclos y que se pudran
los zumos de lo neutro!
¿No habrá de salir aún aire sereno
de aquello que no es lujo
ni eficacia
ni grasa de medallas?
¿O verás sólo insectos de ojos intolerables,
que entran a fundar
con su exceso de estambres
todas las maneras de la acomodación?
Qué sé yo
pero… ahora,
ahora
ha bajado el azar con su misterio,
cae un crujido
de mantas descompuestas
y entra un rostro menudo e incorrecto
a reponer la vida
en el triste impuesto de las usanzas.
¿Y nadie lo comprueba? Escuchad:
levemente alguien pisa ya
sobre los anillos y los calendarios,
deja orina cociendo
en el aroma de los reglamentos
y trae bajo la lengua
lotes de desmesuras, puñados encendidos
de sal,
muelas silvestres
que rompen las junturas
por donde sale ya
este oleaje, este mugido
de luz que nadie se esperaba
como la mancha de una mañana
de pájaros calientes y navajas nerviosas.
Nosotros la veremos.
A esta ocupación sin reino
y sin señora.
Por mucho que caiga el tamaño de la desgana
encima de las asas y de las cremalleras
quietas, desentendidas en armarios
donde duerme el pasado y sus moluscos oscuros,
nosotros siempre oímos delante otra canción.
Y aunque vaya entrando silencio en las maletas,
como una mujer húmeda que al pasar deje
huevas furiosas y el licor de la lástima
en habitaciones de ropas desesperadas
que se enfrían bajo la teoría del abandono,
nosotros esperamos una convocatoria.
Cerrarán el ala los candados
con su mordisco exacto.
Veremos las espaldas de las cosas,
para siempre entregadas a su totalidad.
Estará todo pleno y sosegado
y frío
como toallas tranquilas en la noche.
Y, sin embargo,
más que nunca esos signos nos anuncian
que son preparativos de un viaje.
(este otro orden)
Con ruido de plata inversa,
una verdad oscura y firme
atraviesa el sopor
de las habitaciones donde duermen
entre la escarcha de sus talismanes
todos los sacerdotes que numeran el mundo.
Entra con su bufido ocre
a ofuscar
los ademanes de la gentileza,
a poner el aliento de la consternación
en cuanto toca
con su luz de revuelo,
con su leche mortal y un chapoteo de natas
empujadas.
Ninguno abre los ojos, ya tan desencuadrados,
ni levanta los dedos
quemados por las trallas de las imposiciones.
Y no hay reparo
en su llegada a través de lo oscuro
ni gestos que valoren el alcance
sigiloso de lo sobrevenido.
Ni siquiera los labios roerán
oraciones o números
o himnos de palabras atrasadas como un caldo
dormido en la impuntualidad.
¿Habrá quien se levante
al alba y cruce
una ciudad que huele a vientres cargados
de clausuras
y entienda una llamada
allá donde se oiga el gemido
de las transacciones?
Ahí donde va a arrojar su aliento
la canción de este otro orden,
que ya toca.
Entre calles auxiliaries.
Donde estallan dones negros
y cae de las fachadas
el olor de las cenas indefensas.
La niebla
nos ahorrará mirada, dejará ansia
en las manos y en la boca
un saldo húmedo de enfermedades blancas.
No habrá condiciones
ni pasarán los pactos su lengua
resignada
sobre nuestras cabezas.
Nadie repartirá
una palabrería funeral.
Y será todo en el oscurecer,
cuando el cielo retira sus colores
cocidos
y apenas hay alardes
en las conversaciones
de los primeros desvelados.
Entonces,
cuando la última fragilidad persiga
a los geranios
en los patios
y circulen con miedo tardío
las muchachas finales de la tarde,
allí,
como quien encuentra monedas verdaderas
por los restos encharcados de una fiesta,
allí recibiremos el mensaje.
(sueño de un himno)
Será como alcanzar los pabellones
de la gracia, sembrados una vez de ampollas
de oro hirviendo y frutas fundamentales.
Saldremos
con antorchas grasientas de las lonjas,
iremos en legión inflamando los manantiales secos
y el pulso atormentado de las raíces.
Será una noche extraña, será una noche ardiente
con los cielos cargados de astros e insectos llameantes
sobre nuestras cabezas; será una noche sólo
y nosotros subiendo,
y nosotros subiendo…
subiendo
desde todas las ciudades del mundo, dejando atrás
inscripciones, terrazas y conductas de máquinas
y contratos y metales apacibles,
y la temperatura numeral
de las designaciones desdichadas...
Y arriba,
más arriba,
donde no asusta el mimbre,
donde deja la nieve sus monedas rebeldes,
en lo alto acamparemos con canciones
y gestos que nadie detendrá. Y vistarán ángeles
la música de las hogueras, caerán con el frío repentino
de sus alas sobre los guisos y sobre los licores
de la redención.
Y nadie tendrá miedo
jamás y una niña derramará
la poma del olvido en las últimas brasas,
antes de que se encuentren las arañas del alba
el festín de nuestros sueños, la confección caliente
de una diversidad.
Y así, sin filas ni discursos
ni andares numerados
irán llegando otros: su pisada sin sueño, su mirada otra vez
con el fuego de las invitaciones.
El aire quemará tal vez a nuestro paso
y arrojarán los árboles pájaros imprevistos
Todo quedará atrás: la onda lejana
de las ciudades, el frío de los juzgados, la oscuridad
helada de las pizarras, el calor comercial
que dan los matrimonios, el ruido de las clínicas
y de los censos.
Nosotros solo hemos escuchado una palmada
universal y única
que nos puso en camino para fundar el aire
ya con tan poca infancia, tan lleno
de mentiras y de quistes
extraños como una desastrosa ocupación
(químicos crímenes cínicos; ácidos himnos atlánticos 1
que alguien ya anunciara
bajo el pavor de esa música misma
con aquellas otras palabras iniciales).
Ya es la hora. Enseñemos
nuestras irritaciones.
Habría que pedir cuentas,
¿pero cuándo lo haremos? Seguiremos de espaldas,
entre animals de sonrisa
sin fama.
No habrá edades ni razas ni funciones.
Tan sólo crecerá
lumbre desocupada entre los ojos.
Y cuando, al fin, lleguemos
hasta un puerto
claro como la luz de los limones y tendido
igual que un cuerpo abierto, antiguo de esperar
pero aún ardiente,
guardaremos la voz, pararemos
el pulso, notaremos el fondo enfurecido
de nuestros huesos,
y se estremecerán los escenarios y las cúpulas,
el valor remoto de las medallas y el frío
de las vendas y la saliva
destinada a mentir cada mañana
cuando de tanto silencio junto
salga a arrasar
la música de los débiles.
Tomás Sánchez Santiago
1 Aquí el autor hace referencia al (ampliamente conocido entre los lectores españoles) primer verso del poema «Salutación del optimista», del famoso poeta nicaragüense Rubén Darío. El verso de Sánchez Santiago es una invitación del ritmo del verso de Rubén Darío, con una diferencia: sus intenciones paródicas.