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ÚLTIMAS HORAS DE UN AÑO

No hay hora buena para decir la muerte.

Pero imaginarlo hoy, con el año hecho astillas
bajo esta luz municipal de limones sucios
en una plaza lloviznada y oscura de Madrid,
entre éstos
que ponen a cocer una petardería final
sobre flemones de nieve ya en las últimas
ventanas de diciembre,
no puede ser tan grave,
no puede ser tan fuerte.

Cierra el año sus alas como un ángel cansado
y todo se oscurece,
por más que alguien espante la noche
hacia lo alto con una puntería desesperada
que aleja nombres propios con sílabas de lágrimas.

Y los despiden mucho entre relámpagos,
como si nadie se atreviera a volver a soportar
su peso una vez más bajo la luz de otro año
nuevo.
                  ¡Ox, ox!, suben así los nombres,
verticales y huidos como quien pierde suerte
en una tasación.
                              Se van —¡ox, ox!, sí—, pero ellos
volverán subidos en sus tronos, dispuestos a escupir
sus espumas silvestres, dispuestos a extender
sus facturas al oído como una mantequilla encarnizada.

Y aunque sigáis aquí
vosotros
ensuciando la nieve, su tocino asustado,
con ladridos de pólvora,
no han de faltar caminos de retorno
para lo que esta noche parece destinado
a no llegar nunca más
a molestarnos,

pues en toda estampida ya está escrito el regreso,
el gesto de ida y vuelta
de lo que abandonamos
pero viene otro día
a pedir las señales de un antiguo hospedaje.

¿Y no se las darás tú, oh, corazón
complicado de filas y de láminas,
de números bravíos y luces
de almacén,
de vislumbres, de trallazos y del deseo de la extranjería?

autógrafo

Tomás Sánchez Santiago


El que desordena (2006)

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