MI PADRE SE HACE VIEJO
Pues ya lo ves, Tomás, que con el tiempo
se desprende la fuerza de las piernas
y los ojos apuran hasta el ansia
el desastre moreno que es la luz
cuando se pierde la tarde. Es otoño
y no distingo bien en este tráfago
civil cómo tiritan las acacias
para acabar de perder su boscaje
de hojas que se retiran humilladas
a decorar la soledad de algunos
escaparates en invierno. Mira
qué difícil el pulso, y no consigo
labrar un sueño entero que me alivie
de la monotonía. Tengo miedo,
además, cuando alcanzo noticias
de que tiempos menos benignos vienen
a enfriar las ciudades y a sus cúpulas
desestimarlas vientos que cuartean
los labios que educaron otros climas
más amables. Si vieras cómo tiemblo
cuando me quedo a solas con la casa
ahora, la casa chica donde hubo
pasiones lentas, carne asustadiza
que enderezaba un invisible cáñamo
debajo de las perchas, en el cuarto
de los baúles oscuros donde aún duran
libros de inmortal tinta y olorosa
escritura como aquel: Patres Principes.
Me cansan los asuntos, las rodillas
me arruinan si es que las lluvias percuten
como fustas de mimbre que en las tejas
decidiesen reunir en clamor sordo
otras aguas lejanas y hace tiempo
que el espejo me devuelve un deshielo:
el susto silencioso de las canas
ensabanándome. Por más que hostigo
la memoria, todo lo allegadizo
se va volviendo menos, cruza un flujo
las cosas y las pone en retirada
mortal de color sepia (como aquellas
revistas de viajes que nos turbaban
las siestas en agosto y daban frío).
Así que ya lo ves, solo sé nombres
(Francisco, Eutimia, Narciso, Carmina),
nombres que desenvuelvo y solo un rostro
común que los amuebla me contesta;
di tú cuanto he vivido, pon palabras
que enciendan otra vez años mojados
ahora por el olvido igual que leña
vana. Habla, pues, por mí. Di que es un pozo
que apenas atestigua, mi memoria,
mis labios nada pisan hace tanto
y empiezo a hablar de otro modo, hijo mío.
Tomás Sánchez Santiago